10/12/11

El Foro.




Una vez más, y gracias a Díos o, perdonadme, a quien sea, llega la navidad.
Unas fiestas llenas de simbología y hermosos deseos.
No voy a entrar en criticar las inmensas contradicciones que estas fiestas conllevan, y no me faltan ganas, pero lo dejaré para otro momento.
Lo que me apetece contar aquí es  un intento de paseo por la zona centro de Madrid en estas fechas tan señaladas.
Aunque desde hace unos años vivo en Sevilla, he aprovechado unos días de vacaciones para darme un garbeo por mi ciudad natal.
Pasear por su centro es siempre agradable, sus bares, sus callejuelas, sus tiendecitas, le dan un aire de otro tiempo; tiempo añorado, que mantiene a pesar de la "atiliana" modernidad.
El día era soleado, un auténtico regalo de la naturaleza, relativamente frecuente en esta ciudad tan cerca del cielo.
Llegamos hasta la Plaza de Oriente, buscando su parking, el restaurante en el que queríamos almorzar, restaurante asturiano, se encuentra a unas pocas manzanas de esa plaza.
Al llegar al aparcamiento, un cartel luminoso nos comunica que no hay sitio; miro el reloj del cuadro del vehículo y me doy cuenta de que es normal, es tarde.
Tengo que decidir rápidamente qué hacer y caigo en la cuenta de que no se ha realizado una buena logística; teníamos que haber quedado más temprano o elegido otro lugar para almorzar.
Sigo hacia la Puerta de Toledo pero me encuentro con un atasco; no me cabreo, mantengo la calma, estamos en un bonito día de fiesta y no vale la pena calentarse por un atasco, aunque signifique que todo lo previsto se vaya al traste.
Los accesos a la Latina están cerrados y en San Francisco El Grande tengo que seguir hacia mi destino a pesar de que tuve la intención de girar a la izquierda para llegar al aparcamiento del mercado de la Cebada.
La luz calienta a esta horas y me encuentro  en una fila de coches que lentamente busca un sitio para descansar.
Las gentes algo perdidas nos miramos como cómplices lejanos de un anhelo común.
El arco, querido, surge a unos centenares de metros; la puerta que un día fue hacia las huertas de los Carabancheles, nos acoge con su romántica belleza.
La marea de coches no cesa; y al dejar la puerta a mi espalda bajo por la calle Toledo para a unos pocos metros encontar un aparcamiento de pago al que no dudo en entrar. La negrura me acoge y en ella deposito mi mecánica montura.
Mi cuerpo al andar recupera su ancestral tranquilidad; recupero la armonía con la naturaleza pétrea.
Me alejo de la caverna hacia la realidad.
Subimos por la calle Toledo hacia la Plaza Mayor; una vez pasada La Puerta De Toledo, la calle se hace río, y las personas peñas que dificultan la navegación.
Por fin llegamos al lugar deseado y como era de suponer si queríamos comer había que esperar más de media hora; llego sudando, algo que me gusta cuando hago ejercicio, me da la medida del esfuerzo, pero cuando voy a almorzar no es la sensación que más me agrada.
El día soleado es aquí, entre las estrechas calles, de un fresco maravilloso; el frío seco de Madrid siempre me ha encantado; hay pocas sensaciones, para mi, tan placenteras como un ligero viento fesco y seco en la cara.
Nos tocaba buscar otro mesón para llantar ese día; no era un problema de difícil solución en ese típico lugar de los madriles.
En tropel comenzamos la andadura en pos de una buena comida; a los pocos minutos encontramos un acogedor mesón llenos los cristales de pinturas "rupestres" que simbolizaban verduras y manjares típicos de  tan maravillosa selva.
Después de saldar la cuenta con nuestros estómagos decidimos salir a caminar y nos topamos con una enorme fila de gente, más jóvenes que maduros, esperando a ver a Bisbal y conseguir un autográfo.
Ejemplo vivo del pésimo nivel de nuestros sueños y exigencias ( no quiero faltar a los que gusten de este artista, entiendo que para gustos hay colores, pero disiento enormemente de este gusto.)
La tarde al enconderse el sol se convirtió en lo que debía ser: una gris, fresca y maravillosa tarde madrileña en navidad.
Al dirigirnos hacia La Puerta Del Sol, nuestro andar era lento y "eslalomizado", dificultoso en fin.
Las gentes éramos infinitas, como infinitas son las estrellas en el cielo; sin embargo a diferencia del cielo, las calles aquí, en este Madrid dieciochesco, sí lo son y mucho.
Hacía mucho que no veía tanta gente en estos lares; siempre acoje a muchísimos amigos este lugar pero como ese día no recuerdo haberlo visto.
Las cabezas eran como una marea de caramelos ( con palo) sin fín. No íbamos hacia donde queríamos sino hacía donde iba la marea, algo que nos asustaba por muy dulce que fuera esa fuerza navideña.
El Tsunami nos obligaba a dirigirnos a la todavía más repleta Plaza Mayor; la angustia llenaba mi cabeza, que no mi corazón, que quería disfrutar de los bonitos adornos.
Miles de personas pasaban a nuestro lado, y nosotros al suyo, todos mirándonos, los unos a los otros y los otros a los unos, como si buscáramos algo; cosa indefinida pero cosa en definitiva; seguramente la complicidad, el reconocimiento de un echo  tan tangible como que las cosas ya no son igual que antes.
Eché en falta la ilusión y la ternura de años pasados; el calor del amor a las pequeñas cosas cuando falta de todo y todos luchamos por tener algo.
Conseguimos alejarnos de la corriente que quería engullirnos y llevarnos al "País de Nunca Jamás" volver, con mucho esfuerzo nos dirijimos, ya entrada la oscura tarde, hacia La Puerta De Toledo donde en una cafetería tomada por las hermosas hordas de principios del siglo XX, nos pudimos tomar un chocolate con roscón ya que faltaban los deliciosos churros madrileños.
San Ginés era una fortaleza bien guardada por las huestes visitantes, imposible de tomar.
Mi montura adormecida me esperaba fiel como máquina estúpida para llevarme sano y salvo a mi hogar.

22/10/11

El Patito Conchi.







Conchi estaba abatido, su madre se fue hace varios días y aún no había vuelto.
Tumbado sobre la tierna hierba, de sus bonitos ojos azules se escapaban lentamente unas pequeñas lágrimas.
Abatido, triste y hambriento no tenía fuerzas para levantarse.
Sólo era capaz de llorar y seguir tumbado sin comer hasta que su cuerpo aguantara.

17/10/11

HORIZONTE MAURI


He pasado unos días cerca de Tarifa, en un pequeño hotel al pié de la playa.
El tiempo me ha acompañado, un sol estupendo, unas temperaturas agradables y algo de viento el último día enmarcaron un espléndido largo fin de semana.
Me gusta mucho andar, andar por todos los lugares, con rumbo y sin rumbo, para quemar y para no quemar; siempre para disfrutar.
Pero al andar sobre la fina arena blanca descalzo, las caricias me llegaban hasta el alma y un inmenso placer inundaba mi espíritu llevándome hasta un tiempo pasado allá por el Languedoc, lugar donde la sardana es más Franca.
Buscaba descansar la mente y fatigar las piernas; y tengo que reconocer que lo conseguí.
El hotel pequeño y coqueto se hundía en la tierra y se agarraba con denuedo a la fina arena entre palmeras y cactus.
Pocos huéspedes disfrutábamos del lugar y la mayoría eran nórdicos de cabellos platino que no áureo.
Familias alemanas y escandinavas eran mayoría, ¿Qué diferentes podemos ser en el exterior? Pero sospecho que por dentro somos más iguales.
Los paseos matutinos reconfortantes, andando descalzo por aquellas arenas de un desierto imaginario, mis pies volvieron a la ansiada libertad formadora que nunca debí perder.
Las noches adornadas por miles de luces celestiales y verdes plantas de exóticos orígenes, eran el marco ideal de las cenas románticas y...ligeras; no me escapo de pesados deberes.
Mañanas frescas y noches deliciosas; hacía tiempo que no disfrutaba tanto.

Tarifa es una pequeña y reseca ciudad presa del viento con casas blancas en su reducido casco antiguo; fuera de él sus construcciones insípidas poco aportan a la misma; apenas unas bonitas casas añil en la costa frente a Tánger.
Unas antiguas murallas elevándose siguiendo el destino del terreno desde el puerto la protegen.

Y qué puedo decir de Baelo Claudia, el genio Romano siempre me ha subyugado, y no puedo dejar de imaginarme con mi toga en medio de esas calles frente al mar.
Cuan avanzados eran; su modernidad en lo urbanístico, en lo político, en las ideas, en casi todo en fin, me obliga a sentarme bajo un olivo y dejar vagar mi mente por el mar eterno.
Ese mar, foro azul, que surcado por Liburnas se hizo lugar de encuentro.

Sin embargo y a pesar de tantas cosas hermosas que alegraron mi mente y cansaron mi cuerpo; lo que más me sorprendió fue la cercanía que tenía la costa Africana.
¡Tánger estaba a apenas catorce kilómetros! ¡Y qué cerca la veía! ¡Qué próximos me resultaban esos pocos kilómetros con una montaña al final!
¡Qué similar somos ambas costas!

Ya sé por qué nos invadieron hace algo más de un milenio; he tardado muchos años en descubrir esa verdad, pero...es que...nunca había estado allí.

 

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