Una vez más, y gracias a Díos o, perdonadme, a quien sea, llega la navidad.
Unas fiestas llenas de simbología y hermosos deseos.
No voy a entrar en criticar las inmensas contradicciones que estas fiestas conllevan, y no me faltan ganas, pero lo dejaré para otro momento.
Lo que me apetece contar aquí es un intento de paseo por la zona centro de Madrid en estas fechas tan señaladas.
Aunque desde hace unos años vivo en Sevilla, he aprovechado unos días de vacaciones para darme un garbeo por mi ciudad natal.
Pasear por su centro es siempre agradable, sus bares, sus callejuelas, sus tiendecitas, le dan un aire de otro tiempo; tiempo añorado, que mantiene a pesar de la "atiliana" modernidad.
El día era soleado, un auténtico regalo de la naturaleza, relativamente frecuente en esta ciudad tan cerca del cielo.
Llegamos hasta la Plaza de Oriente, buscando su parking, el restaurante en el que queríamos almorzar, restaurante asturiano, se encuentra a unas pocas manzanas de esa plaza.
Al llegar al aparcamiento, un cartel luminoso nos comunica que no hay sitio; miro el reloj del cuadro del vehículo y me doy cuenta de que es normal, es tarde.
Tengo que decidir rápidamente qué hacer y caigo en la cuenta de que no se ha realizado una buena logística; teníamos que haber quedado más temprano o elegido otro lugar para almorzar.
Sigo hacia la Puerta de Toledo pero me encuentro con un atasco; no me cabreo, mantengo la calma, estamos en un bonito día de fiesta y no vale la pena calentarse por un atasco, aunque signifique que todo lo previsto se vaya al traste.
Los accesos a la Latina están cerrados y en San Francisco El Grande tengo que seguir hacia mi destino a pesar de que tuve la intención de girar a la izquierda para llegar al aparcamiento del mercado de la Cebada.
La luz calienta a esta horas y me encuentro en una fila de coches que lentamente busca un sitio para descansar.
Las gentes algo perdidas nos miramos como cómplices lejanos de un anhelo común.
El arco, querido, surge a unos centenares de metros; la puerta que un día fue hacia las huertas de los Carabancheles, nos acoge con su romántica belleza.
La marea de coches no cesa; y al dejar la puerta a mi espalda bajo por la calle Toledo para a unos pocos metros encontar un aparcamiento de pago al que no dudo en entrar. La negrura me acoge y en ella deposito mi mecánica montura.
Mi cuerpo al andar recupera su ancestral tranquilidad; recupero la armonía con la naturaleza pétrea.
Me alejo de la caverna hacia la realidad.
Subimos por la calle Toledo hacia la Plaza Mayor; una vez pasada La Puerta De Toledo, la calle se hace río, y las personas peñas que dificultan la navegación.
Por fin llegamos al lugar deseado y como era de suponer si queríamos comer había que esperar más de media hora; llego sudando, algo que me gusta cuando hago ejercicio, me da la medida del esfuerzo, pero cuando voy a almorzar no es la sensación que más me agrada.
El día soleado es aquí, entre las estrechas calles, de un fresco maravilloso; el frío seco de Madrid siempre me ha encantado; hay pocas sensaciones, para mi, tan placenteras como un ligero viento fesco y seco en la cara.
Nos tocaba buscar otro mesón para llantar ese día; no era un problema de difícil solución en ese típico lugar de los madriles.
En tropel comenzamos la andadura en pos de una buena comida; a los pocos minutos encontramos un acogedor mesón llenos los cristales de pinturas "rupestres" que simbolizaban verduras y manjares típicos de tan maravillosa selva.
Después de saldar la cuenta con nuestros estómagos decidimos salir a caminar y nos topamos con una enorme fila de gente, más jóvenes que maduros, esperando a ver a Bisbal y conseguir un autográfo.
Ejemplo vivo del pésimo nivel de nuestros sueños y exigencias ( no quiero faltar a los que gusten de este artista, entiendo que para gustos hay colores, pero disiento enormemente de este gusto.)
La tarde al enconderse el sol se convirtió en lo que debía ser: una gris, fresca y maravillosa tarde madrileña en navidad.
Al dirigirnos hacia La Puerta Del Sol, nuestro andar era lento y "eslalomizado", dificultoso en fin.
Las gentes éramos infinitas, como infinitas son las estrellas en el cielo; sin embargo a diferencia del cielo, las calles aquí, en este Madrid dieciochesco, sí lo son y mucho.
Hacía mucho que no veía tanta gente en estos lares; siempre acoje a muchísimos amigos este lugar pero como ese día no recuerdo haberlo visto.
Las cabezas eran como una marea de caramelos ( con palo) sin fín. No íbamos hacia donde queríamos sino hacía donde iba la marea, algo que nos asustaba por muy dulce que fuera esa fuerza navideña.
El Tsunami nos obligaba a dirigirnos a la todavía más repleta Plaza Mayor; la angustia llenaba mi cabeza, que no mi corazón, que quería disfrutar de los bonitos adornos.
Miles de personas pasaban a nuestro lado, y nosotros al suyo, todos mirándonos, los unos a los otros y los otros a los unos, como si buscáramos algo; cosa indefinida pero cosa en definitiva; seguramente la complicidad, el reconocimiento de un echo tan tangible como que las cosas ya no son igual que antes.
Eché en falta la ilusión y la ternura de años pasados; el calor del amor a las pequeñas cosas cuando falta de todo y todos luchamos por tener algo.
Conseguimos alejarnos de la corriente que quería engullirnos y llevarnos al "País de Nunca Jamás" volver, con mucho esfuerzo nos dirijimos, ya entrada la oscura tarde, hacia La Puerta De Toledo donde en una cafetería tomada por las hermosas hordas de principios del siglo XX, nos pudimos tomar un chocolate con roscón ya que faltaban los deliciosos churros madrileños.
San Ginés era una fortaleza bien guardada por las huestes visitantes, imposible de tomar.
Mi montura adormecida me esperaba fiel como máquina estúpida para llevarme sano y salvo a mi hogar.