4/7/10

EL DEPORTISTA



Llevaba días paseando y, sin embargo no estaba cansado, apenas sentía fatiga.

Era evidente que su preparación física estaba siendo fundamental para ello; se tocaba las
piernas y se sorprendía de su dureza.
No recordaba bien cuándo comenzó a caminar, sí recordaba la enorme necesidad de andar que
le entró; unas ganas inaplazables de tomar el aire y de pasear por el mundo que le rodeaba y
que no reconocía; un mundo que se le negaba y que anhelaba.
Los músculos se le marcaban, sus piernas eran realmente macizas; no cabía la menor duda era
todo un atleta.

3/7/10

El Fósforo del Bósforo o las aventuras de un pelirrojo en las Turquías.

El niño sube la cuesta empedrada que lleva a su  casa, la subida se le hace más dura que nunca.

Anda con la cabeza agachada y su cara habla de tristeza.
Al llegar a la casa, Fosforito, se sienta en una piedra junto a la puerta esperando que el hematoma de su cara baje un poco. No quiere preocupar a su madre.
Sus ojos tristes buscan desesperadamente algo que le alegre el corazón.
La vista desde ese lugar es maravillosa, al fondo sobresalen con descaro los minaretes de la mezquita azul y algo más cerca y a la derecha la enorme cúpula de Santa Sofía; acercándose a él el puente que une las dos partes de la ciudad; y ya muy próximo y en la subida a su casa, la torre Gálata; hermosa y señorial desde siempre.

¡GRACIAS A DIOS!


No conseguía asirse a nada y temía perder el equilibrio.
Subía, bajaba.
Se adelantaba y retrocedía.
No terminaba de saber sobre qué estaba y menos dónde estaba; infinitas imágenes se colocaban ante sus ojos, imágenes en continuo movimiento; imágenes en blanco y negro: espirales, cubos, rectas.
Líneas rectas que se cruzaban, curvas que aparecían de pronto, imágenes, movimiento.
Blanco, negro.
El estómago atenazado por la angustia le dolía.
Intentaba mantenerse erguido pero sus pies subían dejándole la cabeza hacía abajo.
Blanco, negro.
Con los brazos estirados buscando restituirse en una posición lógica, las espirales frenéticas le subían por las tripas y le salían por los ojos.
Blanco, negro.
Ondas fantasmagóricas se abalanzaban sobre él atrapándole en un vaivén que le mareaba.
Blanco, negro.
Apenas le quedaban fuerzas y no podía soportar tal suplicio, no entendía qué oscuras fuerzas le zarandeaban así; qué pecados había cometido para recibir tan doloroso castigo, tan angustioso suplicio.
Grandes arcadas le venían y luchaba por no vomitar.
No paraba de girar, tan pronto se encontraba con la cabeza arriba como inmediatamente hacia abajo.
Blanco, negro.
Enormes cubos le querían engullir; grandes cilindros pasaban como aves migratorias.
Aceleradamente iba hacia delante, con mayor velocidad si cabe retrocedía.
Blanco, negro.
Quería morir; unas voces lejanas llegaban a sus oídos, era un ligero zumbido que poco a poco crecía; tuvo miedo.
¿Qué otro suplicio me espera?- se dijo.
Blanco, negro.
-“Hoy el tráfico está mejor, las vacaciones de semana santa se notan; son las nueve de la mañana”
Abrió los ojos y respiró profundamente.

¡Gracias a Dios!

EL CARRUAJE.





Un carruaje hacia el centro de la ciudad avanza.
En su interior cuatro hombres importantes y …gordos.
Negros pájaros de peor agüero.
Sus grandes ruedas giran cadenciosas sobre los brillantes adoquines
que como mar tranquila acepta su pasar.
Va con la capota levantada y a pesar del invierno sus viajeros no sienten frío,
con altos sombreros de copa y con una buena manta cubriéndoles van cómodos a la intemperie.
El centro de la urbe es todo algarabía; gentes de un lado a otro, carruajes llenos de mercancías y otros llenos de personas, griterío, mucho ruido y animales: pavos y pollos, corderos, conejos y burros.
Todos defecando en el suelo como manda la naturaleza sabia.
Muchos niños jugando por todas partes; niños pobres que no van al colegio y niños ricos también.
El suelo húmedo alfombrado de paja se convierte en una improvisada pista de patinaje.
La navidad está cerca y el nerviosismo se apodera de la multitud; ricos y pobres sucumben a su frenesí; se mueven, van y vienen, se adentran en los comercios, gritan.
Unos más que otros desde luego.
El olor a castañas impregna el entorno que a veces es barrido por el olor más fuerte a excrementos.
Puestos callejeros con objetos de navidad, otros con comida viva y muchos con comida muerta, suculentos manjares para quien los pueda pagar.
Los vendedores gritando y los paseantes comprando.
El carruaje señorial avanza raudo por las calles, quiere pasar de puntillas entre la muchedumbre, quizá entre la podredumbre.
Los pasajeros miran asombrados y señalan con el dedo un grupo de hombres
que entre gritos y aspavientos dejan pelear a dos niños harapientos.
La pobreza y el alcohol son temibles compañeras.
Mucha gente por todas partes y muchos mendigos tirados por el suelo: en la puerta de la iglesia, en las puertas de los comercios, en los manantiales donde sacian sus inmensas necesidades.
Al pasar por una calle uno de ellos ve el carruaje y levantándose como un rayo se dirige hacia él; el carruaje no tiene intención de parar y al trote sigue su camino; el mendigo intenta en vano que éste ralentice su ritmo y así poder pedir unas monedas.
Ha de apartarse con rapidez para no ser arrollado por la calesa.
El hombre pobre y cansado debe correr, va desesperado y sudoroso tras una limosna fría y tacaña.
Sus viejas ropas y sus roídos zapatos nos hablan de su enorme necesidad; su demacrada cara delata su hambre ancestral.
Su brazo tendido sujeta una pesada carga y su gorra vacía contiene toda la injusticia del mundo.
Piernas ligeras cubiertas de harapos, sofocado va persiguiendo una moneda desdeñosa.
Los otros, altaneros cuervos bien vestidos de negros sombreros y más oscuros corazones, le ignoran.
El carruaje avanza silencioso, sus enormes ruedas giran con descaro amenazando a cada vuelta al hombre pobre y cansado.
El mendigo agotado se hecha sobre el frío suelo que como paciente anfitrión le abraza con gélido amor

GUARDIANA DORADA






A lo lejos se observa la guardiana dorada de nuestros sueños pasados.

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