3/7/10

EL CARRUAJE.





Un carruaje hacia el centro de la ciudad avanza.
En su interior cuatro hombres importantes y …gordos.
Negros pájaros de peor agüero.
Sus grandes ruedas giran cadenciosas sobre los brillantes adoquines
que como mar tranquila acepta su pasar.
Va con la capota levantada y a pesar del invierno sus viajeros no sienten frío,
con altos sombreros de copa y con una buena manta cubriéndoles van cómodos a la intemperie.
El centro de la urbe es todo algarabía; gentes de un lado a otro, carruajes llenos de mercancías y otros llenos de personas, griterío, mucho ruido y animales: pavos y pollos, corderos, conejos y burros.
Todos defecando en el suelo como manda la naturaleza sabia.
Muchos niños jugando por todas partes; niños pobres que no van al colegio y niños ricos también.
El suelo húmedo alfombrado de paja se convierte en una improvisada pista de patinaje.
La navidad está cerca y el nerviosismo se apodera de la multitud; ricos y pobres sucumben a su frenesí; se mueven, van y vienen, se adentran en los comercios, gritan.
Unos más que otros desde luego.
El olor a castañas impregna el entorno que a veces es barrido por el olor más fuerte a excrementos.
Puestos callejeros con objetos de navidad, otros con comida viva y muchos con comida muerta, suculentos manjares para quien los pueda pagar.
Los vendedores gritando y los paseantes comprando.
El carruaje señorial avanza raudo por las calles, quiere pasar de puntillas entre la muchedumbre, quizá entre la podredumbre.
Los pasajeros miran asombrados y señalan con el dedo un grupo de hombres
que entre gritos y aspavientos dejan pelear a dos niños harapientos.
La pobreza y el alcohol son temibles compañeras.
Mucha gente por todas partes y muchos mendigos tirados por el suelo: en la puerta de la iglesia, en las puertas de los comercios, en los manantiales donde sacian sus inmensas necesidades.
Al pasar por una calle uno de ellos ve el carruaje y levantándose como un rayo se dirige hacia él; el carruaje no tiene intención de parar y al trote sigue su camino; el mendigo intenta en vano que éste ralentice su ritmo y así poder pedir unas monedas.
Ha de apartarse con rapidez para no ser arrollado por la calesa.
El hombre pobre y cansado debe correr, va desesperado y sudoroso tras una limosna fría y tacaña.
Sus viejas ropas y sus roídos zapatos nos hablan de su enorme necesidad; su demacrada cara delata su hambre ancestral.
Su brazo tendido sujeta una pesada carga y su gorra vacía contiene toda la injusticia del mundo.
Piernas ligeras cubiertas de harapos, sofocado va persiguiendo una moneda desdeñosa.
Los otros, altaneros cuervos bien vestidos de negros sombreros y más oscuros corazones, le ignoran.
El carruaje avanza silencioso, sus enormes ruedas giran con descaro amenazando a cada vuelta al hombre pobre y cansado.
El mendigo agotado se hecha sobre el frío suelo que como paciente anfitrión le abraza con gélido amor

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