11/10/10

SÈTE


El sol parece haber ganado la batalla diaria en su lucha perpetua con las tinieblas, en el horizonte nace con timidez el día.
Estamos llegando a la playa y el olor a mar con su brisa fresca y húmeda me abofetea la cara; bajo la ventanilla para empaparme del amanecer.

El coche va suavemente por la carretera comarcal que conduce desde la autopista hacia nuestro lugar de destino. Mis hermanos están dormidos; los cuatro vamos en los asientos traseros de “la Peugeot” durmiendo como podemos en ese escaso espacio.
Mi padre conduciendo sin parar y mi madre dándole conversación para que el sueño no le atrape; desde el descanso de anoche en Lyon no han vuelto a parar.
Hace un rato que me he despertado pero no hago ruido y apenas me muevo para no molestar. Observo por la ventanilla el paisaje que aparece y se va; pinos, canales, cañaverales, álamos y… mucha agua.
Oigo a mis padres hablar, sus voces, un suave murmullo que me tranquiliza, armónico de un mar de fondo.

-¡Venga hijos! Ayudad a papá a guardar las cosas en el coche; después de cenar nos vamos- mi madre, como un Mariscal de campo, daba órdenes a su tropa para que ésta no desfalleciera y se cumplieran los horarios.
Mis tres hermanos y yo íbamos y veníamos del ascensor al piso; risas, empujones y más risas, la tropa se amotinaba, la anarquía se apoderaba de las huestes.
-¡Estaos quietos!- gritaba mi madre.
Anoche salimos de Mulhouse y emprendimos nuestra migración hacia tierras más al sur, el Golfo del León nos esperaba.
Cenamos como siempre en torno a las ocho y nada más terminar nos pusimos en camino.
La carretera estaba oscura pero mi padre conoce bien los alrededores de su ciudad e íbamos con celeridad buscando las grandes vías que comunican Alsacia con Lyon.
El coche atravesó pueblos ya casi dormidos; pero mis hermanos y yo no parábamos de mirar la sucesión de luces que tenían algo de mágico, una vida diferente se nos exponía.
Con el ronroneo del motor nos durmimos todos ¡Salvo mis padres! A veces alguno nos despertábamos y preguntábamos por dónde íbamos, solía ocurrir llegando a Lyon después de unas cuatro horas de viaje.

El cielo plomizo aún da al mar un color frío, olas de acero escupen espuma sin tregua.
Estamos en agosto y los días se llenan de calor que regala el astro rey ya maduro; sin embargo en este lado del mar los amaneceres suelen ser algo grises hasta que éste no expande sus rayos de alegría.
Me gusta ir con mis padres y mis hermanos, me gusta ir de viaje con ellos, me siento seguro a su lado; nos reímos, contamos chistes y jugamos; un viaje es una aventura y que mejor aventura que una en la que está toda la familia.
El coche va despacio por las carreteras estrechas, pero no hay prisa y así veo más cosas.
Las dunas se van apoderando del paisaje, la carretera bordea las playas anchas y de color ceniza que quedan a nuestra derecha. Avanzamos sin cesar hacia nuestro rincón de playa, a nuestra izquierda las dunas esconden un canal que va paralelo a la carretera y que sacia a una vides antiguas de buen vino blanco: “Les Vins du Sable”.

-¿Paramos donde siempre?- preguntó mi padre a mi madre.
El coche desaceleró y un intermitente se puso en marcha; yo llevaba un rato en un duermevela debido a que se me había dormido una pierna y me dolía.
-Claro Manolo, está muy cerca y lo conocemos- respondió mi madre.
Mi madre es una buena copiloto, y en los viajes ayudaba a mi padre a no perderse; éste era muy despistado y más por las noches; se ponía muy nervioso si no veía las indicaciones.
Yo oía sus voces en la lejanía, con los ojos entreabiertos me deslumbraban las luces amarillentas de las farolas, el calor de la calefacción me abrigaba y una dulce sensación me embargaba.
-Dejamos el coche cerca de la puerta y nos tomamos “un café noir” ¿los niños duermen?- dijo mi padre.
-Sí, están dormidos. Yo tomaré mejor “un café crème”- contestó mi madre.
Salieron del vehículo y se alejaron hacia un bar de carretera, yo apenas veía el cartel luminoso que había en la parte superior de un ventanal apoyado como estaba sobre uno de mis hermanos, debían ser aproximadamente las dos de la madrugada y según decía mi padre no eran frecuentes estos bares.
Me quedé adormilado y moviendo la pierna para recuperar el riego, un cosquilleo doloroso se extendió por ella.
Estábamos a medio camino y a pesar de que íbamos hacia el sur el tiempo era fresco, al parar el coche la temperatura bajó rápidamente; eso y el dolor de la pierna al intentar reanimarla terminaron por despabilarme.
Todos dormían; apenas pasaban coches por la carretera y sólo oía la suave respiración de mis hermanos; me incorporé y miré los alrededores. Tres coches estaban aparcados cerca del nuestro pero no se veía a nadie; el ventanal del bar tenía unos visillos que no dejaban ver su interior y un cartel luminoso decía lo siguiente: “Snack- Bar”.
La tranquilidad era absoluta y me sentía flotar, era feliz; tenía a mis hermanos cerca, mis padres tomándose un café a unos pasos y un lugar maravilloso esperándonos, no podía pedir más. Cogí de la parte trasera del coche un jersey de lana, me lo eché por encima y cerré los ojos.

-¡Neli es aquí! ¡Hemos llegado!- mi padre nervioso, dirigiéndose a mi madre, señala un lugar en la larguísima playa ¡Parece que hemos llegado!
Aparca fuera de la carretera en un arcén no pavimentado que precede a un pequeño desnivel para acceder a la playa. Este espacio es utilizado por los campistas como aparcamiento. Así que entre la carretera y la playa se encuentran todos los vehículos aparcados en batería. Decenas de tiendas de campaña azules, marrones y verdes salpican la playa como hongos multicolores.
A lo lejos, hay siete kilómetros hasta la ciudad, se distingue el promontorio que esconde el puerto de Sète, Seta en idioma provenzal; es una ciudad muy bonita con unos canales que recuerdan a Venecia (sin sus palacios y mucho más pequeña) y donde se celebran unas batallas navales llamadas “Joutes”. Existe al otro lado de la ciudad un entrante de mar que forma casi un lago donde se crían mejillones y que es el plato tradicional del lugar.
Muchas tardes nos vamos de paseo al pueblo, tiene muchos comercios, calles con bonitos edificios decimonónicos y muchas terrazas donde los parroquianos y los turistas se toman un “Pastis”.
Unas plazas muy coquetas con grandes árboles, en algunas de ellas hay templete donde suelen tocar orquestas, embellecen más si cabe la ciudad.
En lo alto de la colina que domina la ciudad hay un cementerio muy pequeño de pescadores, un parque con muchos pinos y un gran mirador desde el cual se divisa todo el entorno que resulta absolutamente maravilloso. El mar azul, inmenso, abraza la ciudad llena de canales y en el centro un enorme promontorio cubierto de pinos.
La carretera a la cima, serpenteante, está bordeada de pequeñas casas unifamiliares rodeadas de hermosos jardines.
Es el tercer año que venimos, a mi padre le gusta mucho este lugar donde coincide con varios amigos.
Todavía recuerdo nuestra primera visita ya que Dominique, mi hermano pequeño, se perdió entre el gentío de un pequeño centro comercial; pasamos un buen susto.
Todos los hermanos bajamos del coche alegres y corriendo; saltamos el pequeño desnivel hasta la playa y nos revolcamos en la arena. Eran las seis de la mañana y sólo algunos madrugadores se pasean por la playa; en algunas de las tiendas de campaña personas mayores toman lo que parece café. Todos nos miran ya que armamos bastante barullo.
-¡Silencio chicos!- dice mi padre con un grito sofocado. Nos paramos inmediatamente y nos ponemos a colocar los enseres. Cuando mi padre ordena algo se hace sin rechistar.
-Bajemos la tienda de la baca y montémosla lo antes posible para desayunar- sigue diciendo mi padre.
Nuestra tienda es familiar, es muy grande; tiene tres habitaciones: una para mis padres y dos para cada dos hermanos, normalmente dormimos en una los dos mayores y en otra los dos pequeños; tiene además una pequeña cocina, donde colocamos el camping gas, y un salón; no debo olvidarme del porche que nos da mucho juego. En él pasamos bastantes ratos del día al abrigo del sol jugando y charlando.
En el suelo de la tienda colocamos colchones inflables donde se duerme maravillosamente.
Me encanta dormir protegido por la tienda y fresco junto al mar oyendo su rumor adormecedor.
El coche viene tan cargado que parece que vaya a despegar, no hay un espacio libre; el maletero está llenísimo: bastante ropa, vajilla, frascos de todo tipo, latas, alguna pelota, un juego de petanca; y en la baca llevamos la tienda, los colchones inflables, el camping gas en una caja y las sillas plegables; parecemos nómadas con la casa acuestas.
Toda mi familia se afana en colocar las cosas; yo después de mirar hipnotizado el mar me voy a por una silla, la abro y me quedo mirando la gente que va saliendo de las tiendas y… soñando. Todo el mundo va en bañador desperezándose y tomándose el desayuno.
Me espera un mes fantástico, lleno de juegos y cosas nuevas: ¿A quién conoceré este año? ¿Volveré a ver a Natalie?

-¡Antonio levántate y ayúdanos! ¡Este chico siempre igual, se sienta y que los demás trabajen!- grita mi padre.

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